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3 de noviembre de 2014
Las útlimas horas de Carlos Gardel
Gardel carlos last hours
De ese accidente fatal en Colombia pocos se salvaron, entre ellos el guitarrista uruguayo José María Aguilar Porras (El indio Aguilar), del cual recojo una entrevista
Ni bien salimos de Nueva York, pasamos a San Juan de Puerto Rico, donde llegamos a las 7 de la mañana. A pesar de lo temprano de la hora, había en el puerto una multitud tan extraordinaria aguardando su llegada, que se calculó entre veinte y veinticinco mil almas. Todos, al grito de ¡Gardel!... ¡Gardel!..., le tributaron un recibimiento triunfal, y los más cercanos a su persona lo llevaron en andas a la municipalidad. Allí, ante el pedido insistente de un empleado de la misma, Gardel, que nunca fue baquiano en eso de echar discursos, mientras miraba con cara de angustia a todos nosotros, que nos hallábamos en un auto, dijo textualmente, haciendo un esfuerzo: "Querido pueblo, estoy muy contento de que hayan venido a recibirme, y... esta noche los espero en el cine". Guillermo Barbieri, Riverol y yo no pudimos contenernos, y nos echamos a reír.
¡Calculen que eran como veinticinco mil personas! Esa tarde, alojados ambos en distintos hoteles, acudí a verlo a Carlos a la hora estipulada para el ensayo; con él se encontraban ya Le Pera, Barbieri y Riverol. Al llegar, me llamó la atención el que a toda asta estuviese enarbolado el pabellón argentino, y para pulsar mejor el ambiente, no me di a conocer al mozo, preguntándole el porqué del acontecimiento. "¡Cómo!... ¿No sabe? -me dijo-. Es por Gardel", y como yo siguiera ignorándolo, agregó en tono de suficiencia: "Pero, ¿no lo conoce?... Es el primer cantor del mundo..." Al rato, cuando se lo comuniqué a Carlos, no me quiso creer, y dirigiéndose a Le Pera, le dijo: "Andá a ver si es cierto lo que dice el Indio". Cuando supo que, en realidad, no había mentido, se puso muy contento, y mirándonos a todos, agregó: "Esta noche, muchachos, tenemos que dejarlo bien alto al mismo".
Cuando llegamos a Venezuela, la compañía que lo tomó contratado a Gardel, puso a su disposición un tren especial. Desde La Guayra hasta la capital, donde hay un promedio de 45 kilómetros, aproximadamente, la vía del ferrocarril era un hormiguero de gente que lo vitoreaba sin cesar. Fue tal el delirio que despertó entre las mujeres del pueblo, que el entonces presidente de la República, general Juan V. Gómez, mandó preguntar el motivo de esas manifestaciones. "Es que ha llegado el cantor argentino Carlos Gardel", le comunicaron. El general, que gustaba de la amistad de los artistas, le invitó entonces a que efectuara un recital en el Hotel Jardín, su residencia particular. En él, Carlitos, que se había enterado extraoficialmente de que el presidente tenía debilidad por los gallos de riña, al punto de poseer centenares de esa clase de animales, con la viveza que le era característica, comenzó cantando el famoso estilo Pobre gallo bataraz, ganándose de entrada el afecto del general, para terminar con otras dos canciones su programa. Inmediatamente yo ejecuté en la guitarra el tango La cumparsita al tiempo que le decía: "Con permiso, mi general, voy a ejecutar el himno uruguayo". En cuanto di término, me felicitó satisfecho, y esa noche hizo entregar a Carlos, por sus tres canciones, 10.000 bolívares de regalo.
Después de una estancia de 22 días en Venezuela, pasamos a Curazao, haciendo el trayecto en automóvil. Su chauffer, Roberto, como los caminos eran sumamente angostos, iba, al par que manejaba, mirando detenidamente la carretera, para no correr el riesgo de caer en una cuneta. Carlos, que venía conmigo en la parte de atrás observando las maniobras, le dijo: "Tené cuidado, hermano, no nos matés, mirá que llevás dos glorias nacionales, y los argentinos no te lo perdonarían nunca". En esa localidad estuvimos tres días, complementándose su actuación con la película Noches de Buenos Aires que yo había filmado en ésta con Tita Merello.
Luego fuimos a Barranquilla, y de ahí a Cartagena, recorriendo la mayoría de los pueblos. A las 11 de la mañana llegamos a esta localidad, soportando un calor excesivo. Carlos, completamente agotado por el clima, se quedó en paños menores, lo mismo que todos nosotros, dispuesto a no recibir a nadie.
En eso estábamos, cuando el portero del hotel nos anunció que todo un colegio venía a darle la bienvenida. Carlitos se hacía cruces: "¡Un colegio entero! ¿Qué hago?" Al fin, en una corazonada, acudió: "Dígales que esperen". Se arregló lo mejor que pudo, y salió a recibirlos. Eran como 300 muchachas. Aquello era algo extraordinario. Carlos me miraba como diciendo "Tratá de arrancarme, Indio". Después de haber conversado unos instantes y rehusando firmar autógrafos por el calor insoportable, se fueron despidiendo, gracias a mi intervención.
Solamente una, ya señorita, y sin duda la más audaz, se quedó mirándolo: "Ya que no me ha firmado un autógrafo, permítame que le estreche la mano". Carlos se sonrió pero al inclinarse, ella en un movimiento rapidísimo, le tomó la cara con las dos manos y lo besó, y echó a correr. Sorprendido por la actitud, no pudo menos que festejar la ocurrencia: ¡la pobre era horriblemente fea...!
En Medellín estuvimos primero cuatro días, y Carlos cantó en la plaza de toros más importante de la localidad, con un éxito clamoroso, para pasar a Bogotá, donde llegamos el 12 de junio y permanecimos ocho días, hasta el 20.
En el transcurso del viaje, uno de sus secretarios, Corpas Moreno —un muchacho argentino que conocimos en Nueva York, donde trabajaba de boxeador y Gardel se encariñó con él y lo incluyó en nuestra troupe en calidad de ayudante—, tomó a más de mil metros de altura una foto, ya popular en el ambiente, en la que aparecemos todos los que sufrimos la catástrofe. No es cierto que esa foto haya sido tomada por otras personas, como se ha dicho en más de una ocasión. Recuerdo perfectamente que, apenas registrada la misma, Corpas Moreno tuvo la mala ocurrencia de decirle a Carlos: "Mirá si el avión se viene abajo". Gardel, que les tenía terror a los aviones, se enojó mucho con él y lo reprendió.
Rumbo a la localidad de Cali, a la que no pudimos llegar, nos dirigíamos después de haber actuado ocho días en Bogotá, que resultaron magníficos, cuando un desperfecto del trimotor, debido posiblemente al excesivo peso que llevaba, hizo que descendiéramos en Medellín forzosamente, y gracias a la pericia del piloto Ernesto Samper Mendoza, que logró estabilizar el aparato, no perecimos en ese entonces. Esto fue apenas una hora antes de que se produjera el accidente.
Una vez en Medellín, resolvimos almorzar para seguir luego rumbo a Cali. Así lo hicimos, comenzando a tomar ubicación en el siguiente orden: primero el señor Celedonio Palacios (dueño de un cine de Barranquilla); luego Henry Swart (gerente de laUniversal Pictures de Colombia), Alfredo Le Pera, Guillermo Barbieri, Corpas Moreno, Riverol, Plajá (el subpiloto, que también hacía de profesor de idiomas de Carlos), Ernesto Samper Mendoza (el piloto), Carlos Gardel y seguidamente yo. Recuerdo que en el momento de ascender, Carlos volvió la cabeza para decirme:
—Bueno, Indio, nos queda una hora y cuarto, y después, aunque se rompan todos estos bichos, no nos subimos nunca más a uno.
¡Pobre Carlitos! ¡Cuán lejos estaba de soñarse que minutos más tarde iba a quedar convertido en cenizas! El último en entrar fue el señor Grant Flynn, que era el que cerraba las puertas. Antes de hacerlo, trajeron doce tambores de películas que debían pasar esa noche conjuntamente con la función de Gardel. El piloto Samper se opuso tenazmente a llevarlas, alegando ser demasiado peso para el trimotor, pero contra su negativa, y después de mucho discutir, se dispuso que fueran. Inmediatamente Flynn se dio a la tarea de colocar a todos la correa de seguridad. Yo fui el único que me resistí a ello; por eso logré salir del aparato. Las últimas palabras que pronunció Gardel fueron para pedirme un caramelo y un poco de algodón para los oídos.
—¿Qué estás comiendo, Indio? —me dijo al advertir que yo estaba masticando.
—Chicle —le contesté.
—Bueno, dame. ¿Tenés algodón?
Apenas tuvo tiempo de colocárselo. El avión, que había comenzado su marcha, no conseguía despegarse del suelo. Me parece que por una rara intuición todos presentimos la catástrofe y nos miramos. Samper, que hacía esfuerzos desesperados para despegar, no pudo evitar el choque de su trimotor F 31 con el superavión Manizales.
Se alcanzó a escuchar un ruido sordo y enorme, y los dos pájaros del aire ardieron instantáneamente. Por instinto de conservación, no sé cómo ni cuándo, me largué por una abertura del trimotor, ya cubierto en llamas, pero no pude hacerlo sino por un instante. Reconocí los gritos de Gardel, Le Pera y Riverol, que eran tan desgarradores que, enloquecido de desesperación, me lancé a las llamas para auxiliarlos, defendiéndome con un pedazo de saco que me quedaba. Pero no conseguí hacerlo. Al único que alcancé a ver fue a Corpas Moreno, y tenía la cabeza separada del cuerpo. Aquello era infernal y dantesco; nos estábamos quemando vivos, nos estaban ardiendo las carnes. El público, aunque numeroso, no atinaba a nada, petrificado de espanto. Yo, que no perdí el conocimiento sino recién a las 48 horas, pedía a gritos que trajesen un taxi. La gente, atolondrada, sin saber qué hacer, no me comprendía, dificultando aun más el ser atendidos. Cuando pude estar en pie, mucho después, supe que allí a los taxis los llamaban "carros". De ahí la confusión.
Del avión Manizales murieron todos; del nuestro, sólo quedamos Flynn, Plajá y yo. Según me han informado, el primero está sin vista y sin manos, y el segundo, demente. La impresión que no se podrá borrar nunca de mí fue la causada por Riverol, el guitarrista. Estábamos ubicados en distintos cuartos, el buen compañero tuvo una agonía terrible. Me pedía que no lo dejase morir. ¡Si hubiera podido hacerlo!
—¡Tengo ocho hijos, Aguilar; ocho hijos y señora; pedí consulta con los médicos, pero no me dejés morir!
Todo en vano; dos días después o sea el 26 a las tres de la madrugada, en un ataque de demencia, saltó de la cama y echó a correr por el sanatorio. Se desangró horriblemente; cuando lo trajeron murió...